Artículo por mons. Marco Agostini – L’Osservatore Romano de 20 de agosto 2010:
Es impresionante el cuidado que la arquitectura antigua y moderna reservó, hasta la mitad del siglo XX, a los pisos de las iglesias. No sólo mosaicos y frescos para las paredes, sino pintura en piedra, taraceas, tapetes de mármol también para los pisos.
Me viene a la memoria el variopinto tessellatum de las basílicas de San Zenón o del hipogeo de Santa María en Stelle de Verona, o de aquel extenso y refinado de la basílica de Teodoro en Aquileia, de Santa María en Grado, de San Marcos de Venecia, o del misterioso de la catedral de Otranto. El opus tessulare cosmatesco brillante de oro de las basílicas romanas de Santa María Mayor, San Juan de Letrán, San Clemente, San Lorenzo en Verano, de Santa María en Aracæli, en Cosmedín, en Trastevere, o del complejo episcopal de Tuscania o de la Capilla Sixtina en el Vaticano.
Y además a las taraceas marmóreas de San Esteban Rotondo, San Jorge en Velabro, Santa Constanza, Santa Inés en Roma y de las basílicas de San Marcos en Venecia, del baptisterio de San Juan y de la iglesia de San Miniato en Monte de Florencia, o la incomparable opus sectile de la catedral de Siena, o los escudos marmóreos blancos, negros y rojos en Santa Anastasia en Verona o los pavimentos de la capilla grande del obispo Giberti o de las capillas del siglo XVIII de la Virgen del Pueblo y del Sacramento, siempre en la catedral de Verona, y – sobre todo – el sorprendente y precioso tapete lapídeo de la basílica vaticana de San Pedro.
En verdad el cuidado por los pisos no es sólo de los cristianos: son emocionantes los pavimentos en mosaico de las villas griegas de Olinto o de Pella en Macedonia, o de la imperial villa romana de Casale en Plaza Amerina en Sicilia, o los de las villas de Ostia o de la casa del Fauno en Pompeya o las preciosas escenas del Nilo del santuario de la Fortuna Primigenia en Palestrina. Pero también los pisos en opus sectile de la curia senatorial en el Foro romano, los lacertos provenientes de la basílica de Giunio Basso, también en Roma, o las taraceas marmóreas de la domus de Amor y Psique en Ostia.
El cuidado griego y romano por el pavimento no era evidentemente en los templos, sino en las villas, en las termas y en los otros ambientes públicos donde la familia o la sociedad civil se reunían. También el mosaico de Palestrina no estaba en un ambiente de culto en sentido estricto. La celda del templo pagano era habitada sólo por la estatua del dios y el culto se realizaba en el exterior frente al templo, alrededor del altar del sacrificio. Por tale razones los interiores casi nunca eran decorados.
Por el contrario, el culto cristiano es un culto interior. Instituido en la bella habitación del cenáculo, adornada de tapetes en el piso superior de una casa de amigos, y propagado inicialmente en la intimidad del hogar doméstico, en las domus ecclesiae, cuando el culto cristiano asumió dimensión pública transformó las casas en iglesias. La basílica de San Martín en los Montes surge sobre una domus ecclesiae, y no es la única. Las iglesias no fueron jamás el lugar de un simulacro, sino la casa de Dios entre los hombres, el tabernáculo de la real presencia de Cristo en el santísimo sacramento, la casa común de la familia cristiana. También el más humilde de los cristianos, el más pobre, como miembro del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, en la iglesia estaba en casa y era señor: pisaba pisos preciosos, gozaba de los mosaicos y de los frescos de las paredes, de las pinturas sobre los altares, olía el perfume del incienso, sentía la alegría de la música y del canto, veía el esplendor de los ornamentos usados para gloria de Dios, gustaba el don inefable de la eucaristía que le venía dada en cálices de oro, se movía procesionalmente sintiéndose parte del orden que es alma del mundo.
Los pavimentos de las iglesias, lejos de ser ostentaciones de lujo, aparte de constituir el suelo que se pisa, tenían también otras funciones. Seguramente no estaban hechos para ser cubiertos de bancas, introducidas estas últimas en edad relativamente reciente cuando se pensó disponer las naves de las iglesias para la escucha cómoda de largos sermones. Los pavimentos de las iglesias debían ser bien visibles: conservan en la figuración, en los entretejidos geométricos, en la simbología de los colores la mistagogía cristiana, las direcciones procesionales de la liturgia. Son un monumento al fundamento, a las raíces.
Estos pavimentos son principalmente para aquellos que la liturgia la viven y en ella se mueven, son para aquellos que se arrodillan frente a la epifanía de Cristo. El arrodillarse es la respuesta a la epifanía donada por gracia a una persona única. El que está impactado por el resplandor de la visión se postra a tierra y desde allí ve más que todos aquellos que alrededor suyo se han quedado de pie. Estos, adorando o reconociéndose pecadores, ven reflejos en las piedras preciosas, en los entretejidos de oro de las que a veces se componen los pavimentos antiguos, la luz del misterio que refulge del altar y la grandeza de la misericordia divinas.
Pensar que aquellos pavimentos tan bellos están hechos para las rodillas de los fieles es algo conmovedor: un tapete de piedra perenne para la oración cristiana, para la humildad; un tapete para ricos y pobres indistintamente, un tapete para fariseos y publicanos, pero que sobre todo estos últimos saben apreciar.
Hoy los reclinatorios han desaparecido de muchas iglesias y se tiende a remover las balaustradas a las que uno se podía acercar a la comunión de rodillas. Sin embargo en el Nuevo Testamento el gesto de arrodillarse se presenta cada vez que a un hombre se le presenta la divinidad de Cristo: se piense por ejemplo en los Magos, el ciego de nacimiento, la unción de Betania, la Magdalena en el jardín la mañana de Pascua.
Jesús mismo dijo a Satanás, que le quería imponer una genuflexión equivocada, que sólo a Dios se debe doblar la rodilla. Satanás pide todavía hoy que se escoja entre Dios o el poder, Dios o la riqueza, y trata todavía más profundamente. Pero así no se dará gloria a Dios de ninguna manera; las rodillas se doblarán para aquellos que el poder les ha favorecido, para aquellos a los cuales se tiene el corazón unido a través de un acto.
Volver a arrodillarse en la misa es un buen ejercicio de entrenamiento para vencer la idolatría en la vida, además de ser uno de los modos de actuosa participatio de los que habla el último Concilio. La práctica es útil también para darse cuenta de la belleza de los pavimentos (al menos de los antiguos) de nuestras iglesias. Frente a algunos da ganas de quitarse los zapatos como hizo Moisés frente a Dios que le hablaba desde la zarza ardiente.
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